Georges de La Tour vs yourself

Imagínate un pintor en la Lorena del siglo XVII. Para empezar ¿Que es la «Lorena»? No, no es tu vecina de abajo. Alsacia-Lorena es una región francesa situada muy cerca de la frontera con Alemania, de ahí que sea un territorio co una larga historia de conflictos fronterizos. Os podéis preguntar quizás, por que el lugar de nacimiento de un pintor determina su obra. Es significativo en un sentido pragmático, es decir, si el estilo vigente es uno (gótico, renacentista, neorococó), es el que van a enseñar los maestros de los talleres locales. Por esa regla de tres, Fra Angelico aprendió a pintar según la tradición toscana del siglo XV, Francisco de Goya siguió las enseñanzas de Bayeu allá por el 1764 y Juan de Flandes pinta bajo el paraguas del estilo flamenco, eso es así. No obstante, con  Georges de La Tour, ocurre algo distinto.

La Francia del siglo XVII es la que vio nacer a Georges de La Tour, como también es la Francia de la monarquía absoluta de Luis XIII. Los poderes eclesiásticos están agarrados con fuerza a la mano del monarca de turno. Es la época de los grandes cardenales-mecenas, Mazarino, Richelieu… Como es habitual dentro del panorama del poder -ya sea del poder temporal o poder espitirual- buscaban a través de las artes, un retorno al fervor estético grecorromano, en el que se ensalzaban valores puristas de orden, heroísmo, devoción y mesura. Es el momento del patrocinio de artistas de la talla de Le Brun, Pierre Mignard, Watteau, Boucher, Poussin. Pintores al servicio de la monarquía, formados en Italia gran parte de ellos y que fascinaban a las grandes fortunas con sus cuadros a gran formato, paleta cromática infinita, teatralidad, gestualidad y valores que proclaman con trompetas la heroicidad y el triunfo del bien sobre el mal. Es la gran época de las obras de temática histórica con una clara voluntad de añoranza a valores del pasado, el retorno a los valores del altruismo, estoicismo y patriotismo. Incluso los temas bíblicos tan tradicionales, comunes y repetidos hasta la saciedad, adoptan formalmente el estilo grecorromano. El panorama artístico se transforma poco a poco en un carrousel de movimiento, colores vibrantes, soberbios personajes apolíneamente esculpidos a cincel y méritos que proclaman justicia, rectitud y solemnidad.

En ese contexto artístico de constante mirada al pasado, entra en escena tímidamente la obra de un pintor lorenés llamado Georges de La Tour. Un pintor que rescata la luz modelándola a partir del vacío y las sombras. Su terreno de actuación son los espacios pequeños, el interior hogareño. Sus personajes no son leyendas de la antigüedad, si no héroes de lo cotidiano, músicos ciegos, gitanas quiromantes, carpinteros. Georges de La Tour explica su obra a través de un punto de luz, el de una vela. La magnitud de la escena es determinada por la amplitud de la llama que ilumina los personajes, por eso, La Tour colocará la vela donde él considera que se requiere el punctum barthiano de atención. No importa lo que el carpintero está tallando, lo que realmente importa es como la luz brilla en su mirada al observar atentamente el rostro de su hijo.

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A título personal pienso que La Tour capta con mucho cariño las escenas que requieren de reflexión, soledad, introspección y quietud. Sabe dialogar con esos elementos, jugando con la dualidad luz-oscuridad para impregnar la imagen en una sutil capa de lirismo -sin caer en el pastelismo ni lo hortera-. Él tiñe de intimidad y silencio las iconografías de santos penitentes que otrora habían sido tratados por algunos artistas como auténticos atletas de la fe. Sí, atletas de la fe:

Magdalena Penitente, Domenico Theotocopouli, El Greco, 1577
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San Jerónimo Penitente, Alonso Cano, 1660. Copyright Museo Nacional del Prado

 

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San Jerónimo Penitente, José de Ribera, 1630-40.

Santos de la tercera edad con cuerpos musculados y envueltos en un ensordecedor pathos inmersos en un profundo trabajo de meditación. Un poco paradójico (amo a José de Ribera como al que más, pero no veo a San Jerónimo haciendo salto de pértiga).

Tanto la Magdalena como San Jerónimo son santos con una iconografía muy específica y repetitiva: calavera, santas escrituras, crucifijo opcional y vela opcional. Tradicionalmente se les ha descrito como personajes que se alejan de la vida mundana, apartándose a lugares recónditos desprovistos de humanidad para pensar en sus pecados y en los del mundo entero. Es un poco lo que hacían los anacoretas y eremitas, viviendo la utopía del ascetismo más radical, promulgado por Simón el Estilita en el siglo V ó Theodore Kaczynski en 1971. Tanto Magdalena como Jerónimo han sido vistos como santos intelectuales abanderados de la devotio moderna y no es de extrañar que se les haya querido representar como los héroes que la cristiandad necesita.

Con las «Magdalenas» (las cosas, por su nombre), ocurre algo similar, como podréis haber visto arriba. Son representaciones con una gran tensión cromática, una composición abierta en tormentosos exteriores tipo vandyckiano; reflejando un ambiente hostil que se aleja de la idea de una penitencia reposada. Sin embargo, en mi opinión, ´la Magdalena Terff es un claro ejemplo de concordatio.

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Magdalena Terff, Georges de La Tour, 1644. Museo del Louvre.

Lo que transmite esta escena nocturna, desvelada únicamente por el foco de luz de una vela, es una sensación diametralmente opuesta a la que pudieron interpretar en su momento Bermejo, Van Dyck o el Greco. Primeramente el cuadro nos desvela una actitud de reflexión, un diálogo interno definido por una mirada atenta hacia la luz emanada por la vela de aceite, símbolo de la fugacidad de la vida. Sus manos reposan encima de una calavera, símbolo asociado a las vanitas (tema interesante y muy explotado en la pintura barroca, íntimamente relacionado con el ambiente contrarreformista post Concilio de Trento, más adelante escribiré sobre ello). Los elementos que muestran la escena ayudan a mantener la idea de un ambiente de quietud y silencio, tanto por lo que se muestra como por lo que no y ahí está la magia. Aquí no importa la perspectiva atmosférica de un paisaje con una ciudad en la lejanía, tampoco importan las plantas que crecen en las paredes rocosas, porque es un momento inscrito en la quietud del interior de una habitación, o mejor dicho, en el interior de una austera cela monástica. Todos los significados que giran alrededor de la pintura de la Magdalena Penitente de La Tour, convergen en la idea central de la reflexión sobre el memento mori, el significado de la vida bajo una perspectiva católica apostólica y romana.

En un momento en el que la grandilocuencia, la expresividad y la narración de grandes temas de la antigüedad clásica abarrotaban el imaginario artístico de finales del siglo XVIII, Georges de La Tour prefería recordar el auténtico sentido de la meditación. Bajo el talento de su mano, consigue musicalizar el silencio que acompaña el profundo camino hacia la reflexión de la condición humana y su destino.

Puede ser que hoy día sea un debate más que superado por la filosofía asiática, hindú, pastafariana o lo que sea, pero en el siglo XVIII sólo habían curas, monjas, nobleza variada y un rey que no conocerás nunca pero que se lleva todo el miserable dinero que ganas sudando las pocas gotas de sangre que te quedan en el cuerpo.

Y para acabar de musicalizar esta entrada tan imporvisada fruto de unas circunstancias vitales (o no), comparto la magnífica obra de Cristóbal de Morales y su Missa pro Defunctis.

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