Esta entrada no tratará de la definición y contextualización de estilos. Tampoco de la valoración de éstos por la historiografía. Este post hablará de la forma de consumo del arte en el quattrocento italiano en concreto, y para ello, me apoyo en un libro más que recomendable para los estudiantes de Historia del Arte que quieran saber más acerca del renacimiento italiano.
Es un libro indispensable que de bien seguro, el profesor/a de arte renacentista os recomendaría en su bibliografía de curso: Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, Arte y experiencia en el Quattrocento de Michael Baxandall. Historiador anglosajón, conocido por su visión histórico-social del Arte, sin limitarse en el simplista análisis descriptivo y unitario de una obra. Recuerdo que descubrí este libro realizando un trabajo sobre el llanto en en el arte cuatrocentista italiano. En ese momento, este pequeño manual setentero de color rosa, me sirvió para entender la sociedad del arte que estaba estudiando de una forma más enriquecedora.
Es por ello que, en esta entrada, quiero compartir con vosotros parte del contenido de este libro, considerando que es de mucha ayuda para hacernos una idea de cómo funcionaba el mercado del arte hace 600 años. Principalmente he sustraído del manual, las cartas-contrato para articular el discurso.
Arte y mercado son conceptos que siempre han ido de la mano, hablar de uno implica hablar del otro necesariamente. Dependiendo del sistema de poder establecido, la relación entre arte (artista) y cliente varía. Por lo tanto, la ley de oferta y demanda, en el siglo XV, era diferente al sistema transaccional que se emplean hoy en día. Imaginaos que vamos a comprar una obra de un pintor en concreto. Lo más seguro que tengamos que asistir a una galería donde expone distintas muestras, y nosotros elegimos, de entre todos los demás, la que nos queremos llevar. Normalmente esa es la fórmula a seguir cuando no tenemos contacto directo con el artista. El resultado, es la compra de un producto final, terminado, en el que el cliente no ha tenido participación en la realización de la obra.
También se puede dar el caso de conocer al/la artista y solicitar un encargo en el que se paga por realizar una obra bajo unos parámetros que nosotros previamente hemos estipulado, llegando a un acuerdo con la persona que nos porporcionará esa obra. Esta práctica es la que más se acerca al encargo de arte en el XV.
Y es que en el primer renacimiento -que aquí le hemos llamado y le llamaremos quattrocento- la forma de encargar un cuadro, un tríptico, una pala de altar, una escultura, un tapiz, etc, era ponerse en contacto con un artista o dirigirse al taller en cuestión. Este taller estaba liderado por un maestro y seguido por sus ayudantes y aprendices. Era semejante al ejemplo que os muestro a continuación:

Aún que este grabado sea del XVI, el sistema artesanal que se muestra, era muy similar al del funcionamiento de un taller artesanal del XV. El taller estaba liderado por un artesano con el rango de maestro, tras haber superado una serie de pruebas y un examen final que lo califica de «apto» para dirigir un taller ó trabajar en otro distinto.
Pero en un taller de pintura no sólo encontramos la figura del maestro, sin sus aprendices y operarios, probablemente no podría asumir la totalidad de los encargos. Es por ello que necesita de la ayuda de un equipo de aprendices y operarios para la realización de tareas como la obtención y mezcla de pigmentos, tensar bastidores, preparar soportes, aplicar dorados y ultimar retoques, entre otras muchas faenas.
El problema es que hoy día nos ha llegado la imagen romántica del artista como único hacedor de su obra, pero hay que tener en cuenta, que antiguamente, los pintores más conocidos -el ejemplo más adiente es Rubens-, estaban acompañados de un taller que pintaba cuadros supervisados por el pintor maestro, y que luego éste los firmaba como suyos. No siempre este modus operandi se daba en todos los talleres, pero el caso que os acabo de comentar no es un hecho aislado.
A continuación, nos aproximaremos al «ojo del cliente» cuatrocentista y sus exigencias:
En la piel del cliente
1. El margen de creatividad de un pintor
El pintor italiano Domenico di Tomaso di Curado, más conocido como Domenico Ghirlandaio recibió una carta de Fra Bernardo di Francesco, prior del Hospital de los Inocentes de Florencia. En esa carta, el prior formaliza «un contrato de acuerdo y estipulaciones» que se detallan a continuación:
«Que en este día del 23 de octubre de 1485 el mencionado Francesco encarga y confía al mencionado Domenico la pintura de una tabla […] la cuya tabla el mencionado Domenico debe hacer buena […] y que se debe colorear y pintar dicha tabla, toda con su mano, en la forma en que se muestra en un dibujo sobre papel con tales figuras y en la forma allí mostrada, en todo detalle de acuerdo a lo que yo, Fra Bernardo, crea mejor […] y debe colorear la tabla, con gastos a su cargo, con buenos colores y oro en polvo en aquellos adornos que lo exijan […] y el azul debe ser ultramarino de un valor cercano a cuatro florines la onza […] y debe tener contemplada y entregada la dicha tabla dentro de los trinta meses contados desde hoy […]. Y debe recibir como precio 115 florines. […] Y si no creo que valga el precio establecido, recibirá tanto menos como yo, Fra Bernardo, lo crea correcto. […] Y si Domenico no ha entregado el panel dentro del mencionado período de tiempo, estará sujeto a una multa de quince florines.»
Esta carta del prior Bernardo di Francesco es un documento muy interesante que nos muestra la relación entre artista y clientela, pues como dice Baxandall «el peso de la mano del cliente» es muy presente en cuanto la concepción de una obra en el renacimiento. Insisto, nos tenemos que ir quitando los prejuicios impuestos por el romanticismo del XIX, en los que el artista era asemejado a un Dios creador, que pintaba iluminado nada más que por la naturaleza y la inspiración de las musas. En el renacimiento el margen de libertad de un artista, estaba más limitado de lo que creemos. Y si el artista se quería permitir alguna «licencia», siempre debía ser bajo el consentimiento del cliente, como en el ejemplo siguiente:
De Federico Gonzaga al Duque de Milán, 1480:
«He recibido el diseño que me has enviado y he pedido a Andrea Mantegna que lo convertiera en una forma terminada. Dice que es más trabajo para ilustrador de libros que para él […] Prefiere hacer una Madonna u otra cosa, de un pie o un pie y medio de largo, digamos, si usted está de acuerdo…»
El cliente era el que corría con los costes asociados a la pintura, en los que se encuentra la mano de obra del pintor (más pagará en concordancia a su pericia) dorados y pigmentos, así como el mantenimiento del pintor si se encontraba en la corte de algún Sforza o Gonzaga de turno. El caso de Andrea Mantegna, era singular, pues su posición se asemeja al pintor de corte. Residía en casa de su mecenas, recibiendo un salario mensual a parte por su obra y servicio. Como decía anteriormente, no es un caso muy común, lo normal era trabajar en un taller y vender los cuadros en una bottega abierta a la calle.
Otro aspecto interesante a resaltar, era que un cliente podía hacer constar en su contrato, las características a añadir que gustase en un proyecto pictórico, tales como, tipo de paisaje que requería su obra -así como la fauna y flora-, reclamar la total o parcial supervisión del artista en un proyecto, elegir quién debe hacer la mezcla de pigmentos, decidir quién podía o no podía pintar, etcétera. Como vemos, las exigencias del cliente podían inmiscuirse en distintos terrenos de un nuevo plan pictórico, pues, como es lógico, era él quien acarreaba con los gastos.
Un caso similar le ocurrió a Luca Signorelli cuando recibió el contrato para pintar los frescos de la Catedral de Orvieto en 1499:
«El mismo maestro Luca está obligado y se compromete a pintar: 1) todas las figuras de dicha bóveda y 2) especialmente los rostros y todas las partes de las figuras desde la mitad de cada figura hacia arriba, y 3) que ninguna pintura será hecha sin que Luca mismo esté presente… Y queda convenido, 4) que toda la mezcla de colores deberá ser hecha por el mismo maestro Luca en persona.»
2. La pericia del pintor y los compradores de habilidad
El cliente, al elegir el pintor más adecuado para su encargo, había de tener en cuenta el grado de maestría de su contratado. Por ello, los costes de un artista a otro podían variar dependiendo de sus habilidades con el pincel y su manera de desenvolverse con los pigmentos. Baxandall, nombra a esta clientela «compradores de hablidad«.
Lo que viene a continuación es un contrato de servicio en el que detalla la tarifa anual de cuatro pintores que trabajaron en el Vaticano para el Papa Nicolás V:
- Fra Angelico, 200 florines
- Benozzo Gozzoli, 84 florines
- Giovanni della Checha, 12 florines
- Jacomo da Poli, 12 florines
El nuevo Papa no dudó en invertir más dinero en el trabajo de Fra Angelico, pintor de mayor reconocimiento que los demás. Su asignación es mayor, puesto que su habilidad y reputación le antecede. Normalmente, al tratarse de encargos para edificios públicos el cliente no escatimaba en gastos, de hecho se trataría de una falta de respeto el no dotar a la iglesia en cuestión con la más esplendorosa pala de altar. Eso nos lleva a otro aspecto a tener en cuenta.
3. Cromatismo a cuatro florines la onza, el <<oro azul>>
Como hemos visto anteriormente, en el contrato que envía Fra Bernardo de Florencia a Domenico Ghirlandaio, éste consta:
«[…]buenos colores y oro en polvo en aquellos adornos que lo exijan […] y el azul debe ser ultramarino de un valor cercano a cuatro florines la onza«
¿Por qué Fra Bernardo es tan específico con los pigmentos del cuadro? Exige la aplicación de oro en polvo en los adornos que lo requieran, como también el tono de azul y el grado de pureza que conviene.
En este caso, Fra Bernardo requiere el azul ultramarino de cuatro florines la onza, sin duda alguna se trata de un pigmento muy costoso, sólo hay que compararlo con el jornal mensual de un pintor corriente, apenas llegaba a 7 florines.
Sobre el azul ultramarino, o azul lapislázuli hay mucho de lo que hablar.
- Está considerada una piedra semi-preciosa
- El pigmento se extrae de la lazurita, dando como resultado el color azul mineral o lapislázuli, el nombre otorgado en la Edad Media.
- Los depósitos más abundantes se encontraban en Afganistán y entraban a Europa vía Persia. De ahí que comúnmente se le llamase «Azul Ultramar«, debido a su procedencia más allá del Mediterráneo.
- La extracción del pigmento de la lazurita, era una tarea complicada que conllevaba un minucioso proceso, puesto que el azul ultramar presenta unas cualidades físicas muy variables y una composición química no menos fácil, lo cual indica una cierta inestabilidad. El primer extracto -una vez molido el lapislázuli y empapado para que soltase el color- era el mejor y más caro
- Había graduaciones más baratas y accesibles a los pintores con menos presupuesto, como también sustitutos. Ese era el turno del azul alemán ó azul de bremer compuesto por carbonato de cobre. También eran más inestables dependiendo del aglutinante. En el caso de los frescos, era más acentuado el cambio químico.
- Los clientes de la época, para no ser engañados, especificaban el tipo de azul ultramar: a uno, dos, tres y cuatro florines la onza. Incluso, en algunos contratos se ha especificado la calidad del azul ultramar para los ropajes de la Virgen, llegando a los dos florines la onza, mientras que para el resto del cuadro se utilizaría el florín de una onza.
- La utilización del azul ultramar en la pintura, debido a su elevado coste y el gran resultado que se obtenía de él, se limitaba a los personajes más importantes en una escena. Por ello, no nos hemos de extrañar si el uso de este azul tan especial lo encontramos en el manto de la Virgen.




- Los maestros flamencos contemporáneos a los pintores cuatrocentistas, también utilizaron el vibrante azul ultramar para magnificar el efecto cromático de sus composiciones. Destaco particularmente a Roger van der Weyden y a Robert Campin.
Detalle del traje perteneciente a la Virgen María, en la escena del Descendimiento por Roger van der Weyden. Roger van der Weyden, La visitación, 1440-1445
Llevaba tiempo preguntándome en qué momento los artistas se subieron a la chepa de los consumidores, alejando su arte de nuestros pretenciosos e inviables caprichos, y convirtiéndolo en una mera representación de su pobre talento e inexistente imaginación. Saber que hace más de 6 siglos había maestros como Bernardito, partiendo la pana, invitando a la peña, invitando a cañas y repartiendo leña, es tan reconfortante como educativo.
Los talleres como pequeñas máquinas de producir obras de arte. No es mal tema, más cuando es poco conocido para mucha gente….y aportar ejemplos de contratos le da un toque muy bueno. Pero lo que más me llama la atención es el tema de los colores, su precio y lo que eso supone para la percepción de un cuadro. Para un observador el siglo XXI el color de un cuadro cuatrocentista -como los que estabamos viendo- le dirá algo relacionado con su sentido de la estética pero para el observador contemporáneo, para el cliente por ejemplo, al observar ese azul ultramar en un triptico divino de la muerte, que encargó para su supercatedral, vería lujo, prestigio….una obra decorada con pigmentos tan caros…un orgullo para catedral….un prestigio para él mismo. Compras la habilidad y compras materiales preciosos. Cuesta hacerse una idea de tal cosa en un mundo en el que podemos comprar pigmentos de la más calidad a un precio relativamente asequible. Muy bien 😉